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martes, febrero 6

Relatos Cortos -- Por Fabito


CASI UNA HAZAÑA

La mente humana es un instrumento asombroso. Cuando funciona bien. Cuando no, ….. también. El hecho es, que una herramienta de la mente es la memoria; y la mía, y gracias a la ingesta de una bebida relacionada con la fermentación alcohólica de la uva, se mantiene en un nivel de funcionamiento más que aceptable. Es ésta memoria, la que me convierte en una especie de narrador oficial de la honorable sociedad que frecuenta el casino del Mauri. Claro está, que cualquier relato, al igual que los manjares gastronómicos que estos ilustres caballeros acostumbran a degustar, necesitan de condimentos. Cuidado. Siempre en su justa medida. El exceso de condimentos no solo es malo en las comidas, sino también, en los relatos. Para ejemplo están los condimentadísimos relatos a los que el anfitrión del casino nos tiene acostumbrados.
Pero bueno, ya en tema, este relato nace de las vivencias de una noche como todas. Creo que por el mes de octubre. Seguramente un lunes.
La noche se brindaba agradable. Unos piadosos 23 º se dejaban acusar en el mercurio y una leve brisa del norte peinaba los agapantos del jardín del casino. Los insignes caballeros tomaban asiento en derredor del paño y una vez más las esperanzas vuelan libres sostenidas por el aletear de cada naipe.
El azar quiso que Capito; habitual banca, tuviera una leve caída en desgracia, desde lo económico claro, y este incólume y poderoso lugar sea ocupado por el Turco. Comenzado el juego y tras dos veinte y un veintiuno de la banca, las caras de estos gladiadores del paño, pasaba de una de juguetería a una de 38 largo. Del especial.
Solo capito, en su ya conocida osadía a la hora de apilar fichas, se mantenía en una postura casi mística, estúpida para algunos, de confiar ciegamente en que la suerte, con un certero golpe de timón, cambiaria el rumbo hacia aguas más tranquilas.
Pero mientras para todos, la suerte iba y venía a su antojo; para Quique, la prolongada ausencia de la diosa, lo había dejado al borde del más humillante de los retiros. A estas alturas de los acontecimientos la botella de Johnnie Walker etiqueta negra, ya mostraba su mitad superior despojada del divino néctar, cuando las vértebras cervicales del impoluto grupo, sonaron al unísono al escuchar el legendario – “Siete manos”. Una ficha negra como la más oscuras de las noches, voló desde la diestra de este verdadero As de corazones, y se clavó en el centro de la penúltima postura. Rápida y mentalmente saque la cuenta de la escalada exponencial de la apuesta a siete manos. 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64. Será posible?. Los vientos de fortunas soplarán a su favor?. Tendrá Quique, un cielo sin nubes durante siete manos?. Acaso se convertirá en el primer hombre en ser sacado en andas del casino del Mauri?. Demasiadas preguntas.
La reina de trébol que ligó en la primera mano, intentó suicidarse en el mismo instante que la banca se tira un as de diamante y que le deja la pelota picando en el área para clavar al ángulo un formidable Black Jack. En la segunda mano, un nueve de diamantes, hace brotar de los labios del de la casa de rejas blancas, un firme – Me planto. La banca, no solo que no tenía codiciado par, sino que con dos cartas más clavó un formidable, por lo menos para los apostadores, veintitres.
Y así, pasaron las manos dos y tres sin ningún sobresalto. La cuarta mano, comenzó a sacar los gritos de admiración y apoyo a favor de éste hombre sensible que luchaba contra el más perverso de los refutadotes de leyendas. La banca.
Una quinta mano para remar obligó a los nobles jugadores, a desinteresarse de sus propias apuestas, todas ellas mínimas, por supuesto, y concentrarse en este verdadero punto y hacha que se había instalado en la mesa.
En la sexta mano, un invaluable veintiuno le da a Quique una segura victoria ya que el tres que compadreaba debajo de la tapada, le negaba la dicha del Black Jack a la banca.
Séptima mano. La densidad del aire lo volvía irrespirable, el profundo silencio dejaba oír el ruido de las velas al quemarse, que colgadas del limonero, dejan entrever la una mano paisajista y una fuerte inclinación hacia la filosofía open main.
Una carta. Otra. Y otra. Y otra. Y la del guerrero. Un ocho y luego una reina. Dieciocho. Quizás poco para relajarse. Mucho para pedir. Una pausa. – Me planto.
Juro que escuche el ruido de una vela al apagarse, cuando el corazón me dio un vuelco. Yo estaba en la última postura. Yo, aunque hubiese regalado el privilegio, me encontraba en una apretada situación en donde no cabía la ambigüedad. Esto era izquierda o derecha, Central o frío, Ford o quinto puesto para atrás. En definitiva; era la gloria de poder contar, que al igual que el negro Enrique le dio el pase al Diego, yo le había sacado a la banca la carta ganadora, dándole a Quique, la posibilidad de erigirse como leyenda viviente. O, por el contrario convertirme en un constructor de derrotas, en un aliado de la decadencia, en un paladín del desastre, en un ………mufa.
Ya no había marcha atrás. Quique con un dieciocho, la banca con un nueve y la tapada y yo con un trece. Encendí uno de mis eternos parisiennes, apuré media medida del estupendo escoses, y pedí una carta.
El azar, me regalo un cinco de corazones. Espero que sirva de algo, pensé, mientras en mi cabeza se desencadenaba una catarata de combinaciones en la que este cinco podría inclinar la balanza hacia uno u otro lado. Ahora todo dependía de la suerte.
De reojo, carpeteo la postura de Quique. Treinta y dos fichas. Todas desparramadas. El, no había querido tocarlas. Treinta y dos fichas a punto de duplicarse. Treinta dos fichas en una ensalada multicolor que al mirarlas fijamente me hicieron preguntar cual era la primera; esa ficha negra azabache que comenzó todo; esa, que si Quique ganaba esta mano, seguramente terminaría en un cuadro junto con los dos naipes que le dieron la victoria y la llave de la inmortalidad.
El ruido de dos peces de hielo cayendo en un vaso vacío, me trajo devuelta a la realidad. La banca estaba dando vuelta su carta tapada. Un seis. No recuerdo de que palo. Nueve y seis, quince, se escucho a coro en el sagrado recinto y creo que por un momento pude ver la mano diestra del Turco, temblar como una hoja mientras acariciaba la boca del sabot. Por mi parte, y en silencio, celebré el cinco que había pedido. Le robé el veinte.
No es que se le diera suspenso al asunto; es que el tiempo se había parado, ni él mismo, quería perderse detalle de semejante acontecimiento. Ya se imaginaba de viejo, contándole al espacio sobre la legendaria partida que logró que dejara de correr un poco y se tomara un respiro.
Con el dedo índice, el Turco, arrastra la carta hasta el paño y la da vuelta. Nueve y seis, quince y seis, veintiuno. Nadie emitió el mas mínimo sonido; ni si quiera la banca; a la que solo pudo vérsele una mueca facial que podría relacionarse con algún grado de burla.
Todo termino; pero desde ese día, cada vez que en alguna partida clandestina de black jack se nombra a las siete manos y alguno pregunta si alguien lo logro, la respuesta es siempre la misma. – Nadie, pero un hombre estuvo cerca; dicen que mide dos metros de alto, físico cultivado y dientes perfectos; en fin, clase de pies a cabeza.

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